Las mujeres dedicamos una parte importante de nuestro tiempo a tareas por las cuales no recibimos remuneración y que, en muchos casos, nos colocan en una situación de subordinación y dependencia. Un modo de explotación efectiva puesto que la falta de remuneración la oculta: ‘en lo que a las mujeres se refiere, su trabajo aparece como un servicio personal externo al capital (Costa, 1975)’. Con ello nos referimos a que la imposicion simbolica de que los trabajos domésticos y de cuidados que cada día se realizan en todos los hogares del mundo, y que el heteropatriarcado ha establecido en todos los sistemas culturales y sociales del planeta se nos asignan a las mujeres por el simple hecho de serlo.
Según la ONU, si los cuidados y el trabajo doméstico realizados en el hogar tuvieran valor económico representarían entre el 10 y el 39% del PIB. Las desigualdades salariales y laborales entre mujeres y hombres no pueden entenderse sin tener en cuenta lo que sucede con los trabajos domésticos y de cuidados no remunerados. El otro trabajo, el del cuidado de los familiares y del hogar, sigue recayendo en un alto porcentaje sobre las mujeres, lo cual les impide, en muchos casos, la promoción en igualdad con los hombres en el mercado laboral. De este modo difícilmente se podrán igualar las condiciones de empleo de mujeres y hombres sin igualar sus condiciones generales de vida y, muy especialmente sus condiciones de vida en el hogar.
La estrategia de visibilizar, valorizar y hasta cuantificar es imprescindible y a ella hay que incorporar el análisis del trabajo precario y la migración, ya que hace no mucho ésta se fundaba sobre un modelo de mujer, hogar y empleo “típicos” y autóctonos (Precarias a la deriva, 2003).